Cardiacos abstenerse

Hace un tiempo conocí la versión moderna del artilugio del 3-D. Quedé maravillado, media hora por lo menos, con lo impredecible que resultaba observar una pantalla a través de vidrios coloreados. Comprendo cómo el 3-D, incluso cuando menos sofisticado, se hizo popular como truco para sentirse un poco más abrazado por la ilusión del cine. Pero en el camino quedaron tretas menos refinadas. Hace mucho tiempo, a los espectadores de “The Tingler” (1959) se les advirtió que los estremecimientos de horror de los personajes serían trasmitidos hacia aquellos en las butacas. Si usted, persona sensible, no lograba controlar la sensación podía liberarse gritando. Nunca una película se había esmerado tanto en arrancar aullidos de su público.

El de la idea fue William Castle, que ya lo había intentado todo. En la sombra llevaba una carrera de director Serie-B sin suerte. Había hecho muchas películas, minúsculas en presupuesto: crímenes de folletín, melodramas cuya ambientación “de época” era impuesta por telas pintadas como Babilonia o Egipto, y una serial a lo film noir, adaptación de un programa de radio (The Whistler). Habiéndolo probado todo dentro del cine, supo que sólo tendría éxito si incluía algo que estuviera fuera de él. Entonces contrató ambulancias y paramédicos disfrazados y volanteó seguros de vida por $1000 entre los asistentes, por si alguno sufría un infarto durante la escalofriante proyección de “Macabre” (1958). La falsa promesa de una experiencia visual que retara la salud de su espectador resultó comercialmente acertada y dio a William Castle su primer éxito. Su siguiente atracción fue una calavera inflable que flotaba sobre la audiencia durante el clímax de “House on Haunted Hill” (1959), única película “Filmed in Emergo”, puesto que el esqueleto “emergía” del écran. Después se le ocurrió incluir una cuenta regresiva antes del final como la oportunidad para los espectadores “cobardes” de abandonar la sala, recuperar el valor de la entrada y no morir de miedo (“Homicidal”, 1961). Estrenó un film “interactivo” donde los asistentes votaban por la suerte de un grotesco delincuente, tan merecedor de la muerte que sólo se filmó ese final (“Mr. Sardonicus”, 1961). Cuando estaba corto de ideas, Castle se las arreglaba repartiendo “fichas mágicas” (“Zotz!”,1962) o hachas en miniatura con la leyenda: “este film muestra vívidamente muertes a hachazos” (“Strait-Jacket”, 1964). Frecuentemente era el mismo William Castle quien, solemne y preocupado por quienes andaban delicaditos del corazón, explicaba en qué consistía el nuevo embuste. A veces las excentricidades engatusaban al público a la manera de una Casa Embrujada en el parque de diversiones, otras delataban tanto su factura precaria e groseramente marketera, como aquel esqueleto volador, que terminaban siendo el blanco de cajas de pop corn.

Con “The Tingler” sí dio en el clavo. De toda buena película de suspenso el público espera un buen sacudón, “The Tingler”, filmada en Percepto, lo daba de una forma bastante más literal y eléctricamente provocada. En el momento indicado, espectadores al azar sentían que las butacas daban a sus traseros una fuerte vibración. Era “the tingler” (el hormigueo) suelto en la sala. La trampa, qué costó una fuerte tajada del presupuesto, se había logrado gracias a unos artefactos sobrantes de la Segunda Guerra Mundial. Vibradores que activados sobre alas de avionetas impedían el congelamiento. Castle instaló los vibradores debajo de algunos asientos y un sobreprecio a todas las entradas.

Pero la sacudida no era tan emocionante como lo fue quizá la expectativa de su llegada. Nadie sabía si sería uno de los “desafortunados” en recibir lo que, según los rumores, se trataba de una descarga eléctrica. “Pero no temas, puedes protegerte”, dice Castle para indicar que sólo gritando se obtendría alivio de aquella desconcertante sensación. “Que no le de vergüenza descargar un alarido a todo pulmón, porque es probable que la persona a su lado también este gritando”. Por si quedaban espectadores incrédulos, el argumento tenía que persuadirlos de que un grito podía salvar sus vidas. El guión era cortesía de Robb White, un escritor frecuente en revistas juveniles y del corazón, que se unió a Castle como guionista en sus primeras películas con truco. Se dice que White tuvo la idea de “The Tingler” experimentando con el LSD, todavía legal en ese tiempo, por lo que incluyó en el guión lo que sería la primera representación de su uso en el cine masivo. Más allá de esto, el argumento es más que entretenido y lleva algunas de las líneas de diálogo más chispeantes de la Serie-B.

El Dr. Warren, interpretado por Vincent Price, es el típico científico de los 50´s: un intelectual obsesionado con su trabajo y casado con una bella mujer que compite por su tiempo y le hace perder la paciencia. Ella le reclama: “Has perdido contacto con los vivos. Nadie significa nada para ti a menos que esté muerto y puedas clavarle tu bisturí”. Pero el Dr. Warren, especialista en autopsias, se siente cercano a un gran descubrimiento y no siente nada más que desprecio por su mujer. A partir de su trato con cadáveres sospecha que el escalofrío de horror, aquel hormigueo en la médula, sería capaz de quebrar la columna de quien lo siente. Pero no sucede gracias al grito desesperado de descarga. Casualmente conoce a un sujeto que junto con su esposa sordomuda, regenta una sala de cine mudo. La mujer vive en constante miedo y padece de fobia a la sangre. Siendo incapaz de gritar podría ser la paciente perfecta para demostrar la teoría. Mientras tanto, el Dr. Warren sigue experimentando: se inyecta un alucinógeno para tener pesadillas y así aterrorizarse a sí mismo. Muy pronto descubrirá que the tingler es algo mucho más retorcido y escurridizo de lo que imaginaba. Fácilmente notarán en qué momento el encargado debía lanzar la vibración a la sala.

Definitivamente William Castle no podía confiar en la “sensibilidad” de su público y arriesgarse a que alguien salga diciendo por ahí que su espectáculo no era la gran cosa. El ambiente de terror en la sala debía lograrse. En cada función hubo quienes gritaron y se desmayaron por unos dólares. Después eran trasladados en camillas hasta una ambulancia estacionada en la puerta del cine. Al doblar la esquina esperaban la siguiente proyección. Si otros inventaron el CinemaScope, el Technicolor o algún artilugio de sonido, el cine de Castle fue el intento más extraño y menos perdurable por atraer a un público que ya podía preferir seguir en casa, atrapado por los rayos televisivos.


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Como siempre Emule, Emule, Emule
muy buena calidad y subtítulos al spanish

Para descargar película:
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¿Cómo funcionan los enlaces eD2k? Asuntos técnicos

8 comentarios:

Andrés dijo...

Excelente post. No conocía esta historia y ya puse a descargar la película. Me hizo acordar a los intentos por incluir aromas y olores en las proyecciones, y la iniciativa de John Waters con su Odorama (con las tarjetas para raspar y oler que se le daban al público), que sólo usó en Polyester (1981).

Saludos

Elsie Ralston dijo...

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Todo un suceso; lo del 3-D como lo de los olores fueron ideas muy vanguardistas, aunque finalmente no prosperaron con firmeza.
Saludos.

El inconsistente dijo...

Acabo de descubrir tu blog a traves de Wikipedia (estaba buscando info sobre la película El día que paralizaron la Tierra)

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Es excelente. Es asombrosa tu dedicación y amor por el cine

Te voy a seguir de cerca

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Anónimo dijo...

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